La Constitución
de la Ciudad de México, publicada el 5 de febrero de 2017, consagra la “buena administración
pública” como un derecho y un medio que permite a los ciudadanos acceder a otro
derechos y libertades garantizados.
Éste derecho
tiene antecedentes en el Tratado de Maastricht, en el artículo 14 de la Carta
de Derechos Fundamentales de la Unión Europea así como en la Carta Iberoamericana
de los Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con la Administración
Pública.
Es en el
artículo 7 de la Constitución de nuestra capital que se reconoce éste derecho,
el cual establece que “Toda persona tiene derecho a una buena administración
pública, de carácter receptivo, eficaz y eficiente, así como a recibir los
servicios públicos de conformidad con los principios de generalidad,
uniformidad, regularidad, continuidad, calidad y uso de las tecnologías de la
información y la comunicación”. El mismo ordenamiento propone diversos sistemas
para hacerlo efectivo: el Sistema de Gestión Pública, el Sistema Local
Anticorrupción y el Sistema de Profesionalización de la Función Pública.
Ahora bien, ¿es
dable considerar a la “buena administración” un derecho humano o fundamental en
nuestro ordenamiento?
El “derecho a
la buena administración” no es un derecho nuevo, en realidad ya estaba integrado
por otros derechos como la planeación democrática, la regulación de responsabilidad
administrativa y patrimonial del Estado, el derecho de petición, el derecho de
acceso a la información pública, entre otros. Pienso saludable categorizar “la
buena administración” como un derecho fundamental o humano que imponga el deber
de volver sobre la realidad las cosas para resolver los problemas de los
ciudadanos.
Hoy por hoy el
derecho ha pasado a ser un instrumento con funciones positivas, no ya sólo como
un medio para asegurar la legalidad. La “buena Administración” pasa de ser un
principio de la Ciencia de la Administración a un principio vinculante que bajo
estándares y parámetros sobre el ejercicio de la función pública y de los
servicios y prestaciones que el Estado debe garantizar, se dota al mismo de las
exigencias modernas de un Estado Constitucional de Derechos.
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